sábado, 8 de diciembre de 2007

guardapapel

1

La vieja Arequipa sigue iluminada. Arquitecturas de témpano observan con clemencia los ademanes de los primeros ambulantes. Arremetidas por el frío algunas mujeres limpian las calles del centro. Arequipa, irracional maquina estridente, inagotable circo de luces, permaneces aun dormida, aun bella.
De un lado hacia el otro, Orlando explora, áspera, la tranquilidad de su cama. A tientas enciende la lámpara, aún no amanece. Lo duda pero, al fin, abre como recién tajados los ojos. Descansa. Dirige una leve mirada sobre el armario. Piensa… Se comprime bajo la colcha. Estira su mano y toma el reloj plateado que se encuentra encima del velador. Haciendo un ligero esfuerzo distingue la hora. Por un momento imagina la misma posición de las manecillas pero en el reloj de la torre izquierda de la catedral. El IV es IIII. Distintas formas del tiempo para distintos requerimientos. El constante pulsar de la luz, la impasible frivolidad de las ventanas, los faroles de la calle terminan por angustiarlo. Al otro lado del cristal un leve rumor de luz solar coquetea con el cielo oscuro. Ve nuevamente el reloj. Piensa… Retira la colcha. Piensa… Se sienta y abre el segundo de los cajones del velador. Rebusca entre algunos papeles. Encuentra uno en particular. Lo abre. Sus ojos se nublan. Juega con el papel. Lo cierra, lo abre. Piensa… Mete la mano nuevamente en el cajón. Esta vez no encuentra lo que busca. No lo intenta más. (Arequipa: supermercados, edificios y ascensores; jovencitas atentas detrás del aparador repartiendo en pequeñas galletas, suave como mantequilla, sus delicadas sonrisas) La desdobla. Fija su mirada en la hoja delgada y blanca, azules líneas horizontales sobre la hoja enferma, desfalleciente. Lima, 15 de octubre, 2007. Piensa… Pierde el ritmo de los segundos observando las garabatos de la firma. Parpadea unas cuantas veces y pronto aparece entre las líneas azules una vez más aquel nombre. Lo lee en voz baja tres, cuatro, cinco veces e intenta darle ritmo. Piensa en Arequipa, en Lima. Imagina el momento exacto en que se escribía el nombre. Los movimientos son rápidos y acompasados. Una voluta, la mano delgada y blanca estirándose hacia arriba y abajo. Punto. Una lengua de caramelo repasando el contorno del sobre. Terno negro y corbata dorada se aproxima. La mano esconde el sobre bajo el aparador. Con resuelta novedad delinea una sonrisa. Por el pasillo derecho, sétimo piso, oficina B-4. De nada.


2

Orlando estira su largo cuerpo sobre la cama. Intenta taparse pero no lo consigue. Cierra los ojos y respira fuerte. Otra vez piensa… El sueño es un animal de piedra que repta sobre la cama. Durante unos minutos, el cuarto, apenas iluminado por la lámpara, se detiene. Orlando, desnudo, asustado, recuerda en un solo segundo la última escena silvestre del sueño. Se levanta como herido y camina hacia el armario. De la parte superior extrae una maleta. Torpes son los movimientos. La abre. Empieza por colocar los pantalones, las chompas, las camisas, los polos. A un costado arrima su ropa interior, un desodorante y dos perfumes. Busca. En otra maleta más pequeña coloca varios libros, apuntes, una ruma de hojas en blanco. Se sienta en la cama. Piensa, todo listo. Se dirige al baño.
Hambrienta se levanta la ciudad sobre sus cuatro blancas patas. Las primeras bocinas de los carros entran por debajo de la puerta y rebasan la solidez oscura de las ventanas. Las gotas del cabello aun mojado ruedan por las hombreras del saco. Orlando prepara un café. Se sienta y espera a que enfríe.

3

Una delgada estela amarilla deja el taxi que nos ha rebasado en su inevitable dispersión en la ciudad. Diez minutos más y perderé el bus. El conductor, un hombre moreno de aproximadamente cincuenta años, me dice que no me preocupe, que llegaremos con cinco minutos de anticipación. El “Cruz del Sur” es muy puntual, le recalco. Luego de un incomodo silencio, prende la radio. Exaltado un locutor comenta algo sobre el gobierno. Pido que cambie de emisora. Ahora se escucha ligera la voz de Daniela, joven locutora de una radio que hasta ahora no sé el nombre. Mientras con entusiasmo intento estampar la melodía de su sombra en mi mente pienso en cuanta gente tiene la capacidad de imaginar a las demás personas sólo por el sonido de su voz. Daniela es alta, tiene el cabello largo y lacio, expuesto al sol es aromática canela. Sus labios son gruesos. No es delgada. Usa lentes de carey y pantalones apretados. Si solo fuera por su voz, por su forma extraña de reírse yo me enamoraría de ella; es más, creo que ya estoy enamorado de ella, de Daniela zapatillas blancas, Daniela palabra de todo lo alto.
Sin darme cuenta hemos llegado al Terminal de buses. Bajo rápidamente. La maleta grande está en la parte posterior del taxi. Llamo a uno de esos jóvenes que llevan los bultos para que le ayude al taxista. Una vez afuera la maleta, saco la billetera y le pago al taxista con todo el sencillo que me queda. Frente a la estructura blanca doy con la cuenta de que hace mucho no salgo de la ciudad, por lo menos desde este Terminal. (Estructura de sillar contra cielo húmedo de sillar. Arequipa, sucia señora dispuesta al llanto, estos son los meses en que más te necesito) Aferró la maleta más pequeña a mi mano. Algunos recuerdos de este lugar pugnan por venir a la mente. No puedo, es tarde. Veo mi reloj. Faltan tres minutos para las ocho. El carro sale a las ocho. Entro. Me apresuro a buscar el stand de “Cruz del Sur”. Una señorita de tez muy blanca me atiende, le entrego mi boleto, lo observa, mira el monitor de la computadora; con total paciencia me indica con el índice hacia donde debo de ir. Camino instintivamente. Ella levantando un poco la voz me llama por mi apellido anteponiéndole un rotundo pero suave Señor, me dice que pague primero el ticket de embarque y luego me dirija por la puerta Uno. Sin chistar y con profunda angustia yo le hago caso.

4

El bus tiembla. Apacible se mueve de un lado hacia el otro la pequeña cabeza de mi acompañante de asiento, que poco a poco se sumerge como pez amarillo en un estanque de sueño. Me quedo inmóvil y en silencio, no quisiera molestarla. Pienso en su nombre. Podría quizá llamarse Cecilia, Giuliana o Adriana. Podría tener dos hijos y un ejemplar esposo. Podría estar cansada de la rutina y huyendo de Arequipa. Por fin, queda totalmente dormida, el movimiento de su cabeza ahora es más prolongado, se pierde por momentos el lado izquierdo de su rostro en el cabello. La observo con disimulo, pienso que talvez cuando despierte podría intentar hablarle y preguntar si en verdad tiene dos hijos o solo un gran esposo que lo tiene todo. A lo mejor es soltera y viaja al igual que yo, sola, con el único afán de pasar un buen tiempo fuera de la ciudad.
Adriana, que es como me gustaría que se llame, abre los ojos. Yo los cierro. Me mira y sonríe avergonzada. Pregunta donde estamos, le digo con seriedad que cerca a la Joya, al principio responde con unos cuantos monosílabos y algunos movimientos de cabeza complacientes que ahora me encantan, luego de un comprensible periodo de tensión, como quien no acepta totalmente las cosas, ríe de mis comentarios, por momentos se queda callada. Me observa con curiosidad de niña y me pregunta cosas que yo respondo con una mentira. Le digo además de todo ello que hago literatura y que estudio sociología, pero que en verdad ninguna de esas dos cosas me satisface tanto como el simple hecho de viajar, conocer lugares y entablar nuevas amistades con distintas personas, y esto es una nueva mentira. Le digo que podría estar sentado en el asiento de un bus toda mi vida, haciendo pequeñas paradas en pequeños pueblos para comer algo y respirar profundo su aire. Luego le diré que tengo en proyecto escribir un libro sobre los distintos aromas del aire, y esto también será mentira. Luego ya no podré continuar más y poco a poco la verdad emanará acompañada de un impulso histérico de angustia. Adriana me observará extrañada, yo reiré y le diré que no viajo por diversión, sino que ando tras un empleo burocrático en un pequeño pueblo llamado Tara. Me preguntará entonces por mi verdadera profesión, y por alguna extraña razón mentiré nuevamente y le diré que estudié siete años derecho y ciencias políticas en la Universidad Católica de Santa Maria, que está en mis planes estudiar sociología, pero quiza luego, cuando pueda reunir dinero para ir a estudiar en la Pontífice, en lima. Dire como para matizar el asunto que me gusta escribir cosas sin importancia, pero no precisamente el libro de los distintos aromas del aire. Adriana me mirará con desconfianza y ya no querrá hablar conmigo. Intentará dormir nuevamente, pero el movimiento incesante de sus ojos y la fina película de sudor que se le formara en la frente me indicará que no lo puede lograr. Yo cogeré mi maleta y sacaré un libro y haré como que leo para que no se sienta mas incomoda de lo que está.
Un movimiento brusco me hace abrir los ojos, a mi costado, adriana esta totalmente dormida, es muy bonita y quiza no se llame adriana, talvez sea su nombre Isabel. El bus tiembla. Una terramoza se aproxima y me ofrece un vaso de agua. Yo no acepto.

5

Orlando mira por la ventana. Ve como la ciudad se va derritiendo dejando fluir un liquido pastoso y verde que se acumula en las orillas. En su ánimo se aprisiona un ave de pecho rojo. Cierra los ojos, no quiere ver el espectáculo ridículo de los vendedores de Uchumayo.

6

Hace ya un buen rato que vi un cartel verde que decía: CUIDADO ZONA DE CURVAS. Aun así abro el libro que tengo en mis manos. Repaso con la vista algunos apuntes hechos con lápiz de color sobre la hoja. De inmediato pienso en las consecuencias que ha provocado todo esto en mi vida diaria. Tendría que haber entregado mi trabajo final hace algunas semanas. Apuntes sobre memoria y violencia en la literatura peruana actual. Pero nada, esta parte de mi vida es también zona de curvas. Fijo mi atención nuevamente en el texto. Leo en voz baja algunos párrafos. Me pierdo en la lectura. Afuera el paisaje se hace cada vez más costero, me vence. El desierto, las dunas, algunos gallinazos. El sol en lo alto es mi abuelo mostrando con gran sonrisa sus dientes amarillos. Despierto de mis divagaciones e intento retomar la lectura. Guerras, memoria e historia. No puedo. Una vez más me vence la carretera, el camino de serpiente, las cruces al costado del camino. Camaná está cerca. El sol lo anuncia con sus cuatro costados luminosos que hieren la vista. Esta vez no intento el regreso. La mente deja mi cuerpo y se retira hacia la arena, mi cuerpo ahora es un grano delirante en la báscula del tiempo. Hay un leve rumor de flautas mientras el bus coge una ultima curva antes de poder al fin divisar el mar. Entonces la travesía se hace insondable. Intento con fuerza sentir dentro de mi el sudor del mar. Intento sentirme mar. Inmenso. Constante. Parte y unidad total del mundo. No lo pienso más; guardo el libro en la maleta y apego mi frente al vidrio. Ya con el mar encuadrado en la ventana recuerdo algunos viajes hechos de joven a este mismo lugar. Pasamos junto a un grifo y la ebria imagen de alguna noche de febrero me viene con nostalgia. Por unos segundos me veo nuevamente sentado al lado de mi hermano y algunos amigos del barrio esperando el momento propicio para acercarnos y intentar hablar con aquellas chicas. Todos en silencio, mirando el cielo, la noche oscura, las pequeñas estrellas veladas por el tufo del mar. mirábamos también los carros que iban hacia arequipa. Cada bus reafirmaba el total alejamiento de aquello que se encontraba en la ciudad (los padres, la enamorada, el colegio o la universidad) Todas las responsabilidades y las advertencias en Camaná perdían sentido. Era como si entrando al pueblo encontraras un anuncio inmenso donde una bellísima modelo en hilo dental celeste te decía: EL MAR COMO TÚ NO TIENE LIMITES. Cientos de jóvenes bajaban, con o sin permiso, para ser parte de esa masa semidesnuda que todo lo podía y que se desplazaba libre por la arena, ser parte de ese espectáculo de la espuma, del desconcierto y la piel. Pasamos ahora por el desvío hacia La Punta. La temporada de verano se hace evidente, grupos de muchachas a lo lejos ríen, bronceados sus cuerpos, escondidos bajo esa frutal iridiscencia de sus vestidos. Camionetas inmensas estacionadas frente a pequeñas casas. Obesos señores con lentes oscuros conversando por el celular. Al lado del camino montículos verdes de sandia. Todo ello en unos segundos queda atrás.